viernes, 29 de marzo de 2013

Luarca Antigua.

Entre 1884 y 1898, Asturias vio partir a 61.299 hijos, casi todos jóvenes y solteros. Iban a América, el continente fértil de los horizontes infinitos. Muchos de los que se fueron no regresaron; unos pocos volvieron una y otra vez con las manos llenas para agasajar al terruño. Con fortunas hechas en Cuba, México, o Argentina, los llamados indianos fueron generosos benefactores de sus pueblos. Para dejar constancia de que el irse había valido la pena, construyeron sus propias mansiones a lo largo de la costa asturiana. Eclécticos, fastuosos, los palacetes indianos sobresalen por los celestes, naranjas y rojos en sus muros, las grandes escalinatas de mármol, la elaborada forja, los altos techos de pizarra, las soberbias cristaleras, y los jardines olorosos donde todavía reinan palmeras, magnolias y camelias. Villar de Luarca, ubicado extramuros de Luarca, guarda el mayor conjunto de casa indianas de Asturias. Algunas, como las espléndidas Villa La Argentina, Villa Cristina, Villa Rosario, o Villa Carmen, parecen haber resistido al tiempo intactas. Otras se desmoronan lentamente llevándose secretos de tiempos idos. Si Villar invita a la nostalgia, la Carretera del Faro conduce directo hacia donde late el corazón de Luarca. El cementerio blanco que cuelga sobre el mar es el extraño mirador desde donde se descubre el puerto, los muelles, el Paseo de Barbacana, la flota colorida en el agua aceitosa, el retorno de un solitario pesquero rojo arrastrando una estela de gaviotas. Luego uno baja y se pierde en la villa. El paseo que bordea al puerto, salpicado de mesones que destilan olor a mariscada y a pescado frito, invita a caminarlo una y otra vez, luego es ineludible trepar al antiguo barrio de El Cambaral. Al otro lado del río Negro, también es precioso subir al de La Pescadería. No sé cuál es más apretado, más empinado. Subes por una callejuela, después sigues por escaleras. A veces, de tan estrechas parece que te conducen al patio de una casa, otras se acaban contra la piedra de la montaña. Un poco más, se dice uno, dudando que las fabulosas vistas de Luarca, el faro, el horizonte, puedan mejorar. Y continúas entre las casitas blancas cuyas puertas y ventanas azules, verdes o rojas están pintadas con lo que sobró al pintar las barcas que se hacen todos los días a la mar. De tan alto, parece al fin que se llega al cielo. Allí, rodeada de un pastizal oloroso, solitaria, está la Capilla de San Roque. Más allá las casas están pegadas a sus huertas, aparecen viejos hórreos construidos sobre el abismo, calabazas al sol sobre los muros. Le pregunto a una mujer que viene arriando dos grandes vacas y me dice que ese barrio es El Chano. Bajo nuevamente a la ciudad y desemboco en la zona elegante de la villa. Voy entre edificios distinguidos hasta la Plaza de Los Pachorrros, paso por la sofisticada confitería Ancomar y por el precioso Café Colón, cruzo el río otra vez y entro en el bullicio de la calle Párroco Camiño. Todo me gusta, me cuesta elegir a dónde quiero ir. Y decido, como los luarqueses cuando el tiempo está bueno, volver al puerto, sentarme en un bar a contemplar los barcos, los muelles, y el mar.Valla desde aqui mi recuerdo. Fuente.-
http://www.minube.com/rincon/luarca-a70188 Luarca